Vía CIPER Chile
La tendencia al analfabetismo ideológico continua sin parar: Duterte (Filipinas), Modi (India), Orbán (Hungría), Brexit, Trump (Estados Unidos), Salvini (Italia) y ahora Jair Bolsonaro en Brasil (entre tantos más). Si bien la segunda vuelta puede ser más estrecha de lo que se cree, aún en la poca probabilidad de que pierda, su movimiento y aliados ya ganaron las elecciones en el Senado y las de gobernadores en casi todo el país (el Nordeste, como siempre, menos contagiable por espejismos).
En el Senado, por ejemplo, solo el 15% de los que iban a la reelección retuvieron sus escaños. Y en las gobernaciones, casi dos tercios eligió a bolsonaristas. De esta forma, tanto el Partido de los Trabajadores (PT) como los dos partidos tradicionales de centroderecha que llevaron a cabo el golpe contra Dilma –el PSDB de Fernando Henrique Cardoso, José Serra y Gerardo Alckmin; y el MDB de Temer y otros facinerosos– fueron diezmados. Recordemos que más del 60% del Senado que aprobó el impeachment de Dilma estaba siendo investigado, o ya en juicio, por corrupción u otros delitos similares. En la elección presidencial estos partidos sumaron apenas un 6% de la votación y en el Senado (al igual que el PT) perdieron casi toda su bancada que iba a la reelección. Fue una barrida limpia de la elite política tradicional.
El terremoto político ocurrido en Brasil deja al país con solo dos fuerzas políticas de significancia: el neofascismo sin tapujos y el remanente del PT. Ahí puede pasar cualquier cosa. Si en la segunda vuelta gana Bolsonaro, como es probable: violencia institucional, retorno a las cavernas valóricas y un neoliberalismo económico tan primitivo como el de la primera camada chilena, liderada por Sergio de Castro, el mejor exponente de aquellos que confunden arrogancia con conocimiento. Si gana Fernando Haddad: un PT sin ninguna posibilidad de implementar su programa o cualquiera reforma de las tan necesitadas.
Si bien siempre existe el riesgo de simplificar fenómenos tan complejos y sobredeterminados como este, un factor fundamental en todo esto es el vacío ideológico que generó la “nueva izquierda” en todos lados.
Como se sabe, Chile es paradigmático: hasta el triunfo del NO se estaba (¡y con razón!) tan obsesionado por los motivos que animaban la movilización en contra (dictadura, violación de los derechos humanos, etc.), que hasta se olvidó cuáles eran las cosas por las que se estaba a favor (democracia profunda, economía no-rentista e igualitaria, etc.). Parte de la agenda valórica fue lo poco que se salvó. Así, después del NO, se mandó a la gente a su casa y se implementó la transición como fue negociada inmediatamente después del plebiscito: aceptando todas las leyes de amarre, incluidas aquellas instituciones que nos dejaba la dictadura para hacer imposible (como decía honestamente Jaime Guzmán) llevar a cabo algo diferente de lo que ellos hubiesen hecho si estuviesen en el poder.
Lo que realmente se negoció, fue el cuoteo de esas instituciones de amarre, como los tantos tribunales constitucionales que quedaron, incluido, por supuesto, el Banco Central “independiente”.
Lo que ahí falló fue que, en ese contexto, la alternativa que entonces quedó abierta para la Concertación –implementar el neoliberalismo económico en la mejor forma posible y ojalá con algo de rostro humano– no solo la desdibujó ideológicamente (algo no ajeno a la corrupción que siguió, especialmente en Brasil), sino que se la comió el neoliberalismo rentista, especulador y depredador que heredó. Una característica que hace del neoliberalismo una gran tecnología de poder, es su capacidad para cooptar a tanto opositor. En Chile, por ejemplo, los “progresistas” llegaron hasta a firmar un tratado (el Traspacífico, o TPP, aunque ahora tiene un nombre más realista-mágico), para así agregar gratuitamente otro tribunal constitucional: una corte Mickey Mouse extranjera, que hiciese imposible implementar cualquier política económica que fastidie a algún rentista, especulador, trader o depredador (vea la columna de este mismo autor “El TPP o cómo ceder soberanía por secretaría”).
Pocas veces en la historia moderna un grupo ideológico, como la “nueva izquierda”, ha tenido una oportunidad tan clara de hacer algo relevante, ya que originalmente era capaz de aglutinar suficiente apoyo como para implementar políticas transformadoras y eficientes; y pocas veces se ha tirado la toalla tan fácilmente. Brasil es paradigmático en eso, pues el apoyo a Lula en el 2002 era arrollador.
Y lo que la “nueva izquierda” nunca entendió es que la derecha económica y política la necesitaba para mediatizar el modelo solo por un período determinado: hasta que ellos pudiesen tener la fuerza política necesaria para hacer sus cosas directamente. La derecha los soportó (y hasta apoyó y ciertamente financió) como un jugador de ajedrez que sacrifica una pieza para lograr después una situación más favorable. La especificidad de Brasil era que el PT se había hecho tan popular que no había forma de sacarlo del gobierno en forma democrática; entonces vino el golpe contra Dilma, el juicio contra Lula y todo lo que fuese necesario para destruirlo. Y como el PT tenía tantas cuentas pendientes, ellos mismos facilitaron dicha tarea.
Eso no solo pasó en nuestra América y tantos otros países emergentes, sino en la Europa del Este durante la transición (ahora llena de gobiernos neofascistas) y la Europa Occidental después del desastre neoliberal original (ahora con tanto neofascismo que perdió la vergüenza, y que suma apoyo paulatinamente). Lo de Estados Unidos también es tema conocido.
Lo específico de Brasil es la transparencia del desastre económico neoliberal, tanto en su versión pura original como en la mediatizada por el Partido de los Trabajadores. Incluso, en el momento de más euforia con Lula para mí era claro que ese crecimiento no era sustentable (vea el artículo del mismo autor “Was Brazil’s recent growth acceleration the world’s most overrated boom?”). El gráfico siguiente compara el PIB por habitante en Brasil e India, otro de los BRICS (el grupo de las llamadas economías emergentes: Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica). La caída relativa brasileña después de 1980 respecto de India recuerda aquel tango “cuesta abajo en la rodada…”
Esto es, cuando Lula fue elegido la primera vez en el 2002, el PIB por habitante brasileño era 11 veces el indio; al momento del impeachment de Dilma era apenas 6, a pesar del boom de los commodities y otras cosas favorables para Brasil en el periodo. En dólares PPP, este múltiplo es apenas el doble. Súmele a eso una corrupción a niveles siderales; grupos de interés desatados, incluidos los del sector público (los economistas neoliberales del BNDS, el Banco de Desarrollo, que hoy tanto critican lo que se hizo durante el periodo del PT y ahora apoyan a Bolsonaro, no tuvieron problema alguno para jubilar con el 100% de su último salario), y una elite política tradicional que prefirió auto-destruirse políticamente a permitir que el PT siguiera ganando elección tras elección (había ganado cuatro seguidas, y tenía la quinta en el bolsillo con Lula). El resultado queda a la vista.
Como decía en otra columna, en un país tan corrupto como Brasil, para solucionar “el problema hobbesiano” –cómo mantener la paz social– se requiere alternancia en el poder. Y si un partido, como el PT, amenaza eternizarse y tiene acceso privilegiado a dicha corrupción, se hace imposible mantener la paz social (por mucho chorreo que haya intentado hacer para apaciguar los ánimos). Por eso, decía que un componente fundamental del golpe contra Dilma fue un ajuste de cuentas dentro de la Cueva de Ali Babá (por mucho que ella no fuese parte de esa corrupción). Lo característico de esta última elección, fue que sacaron a todos los de la cueva del parlamento. El problema, como pasa a menudo, es que la nueva camada que llegó se ve muy similar a la anterior en temas de ese tipo…
Por supuesto que el PT hizo algunos avances fundamentales, como la enorme reducción de la pobreza, el gran proceso de formalización del trabajo en servicios, el apoyo a la industria extractiva, etc. Pero, parece que poco le importaba que hogares endeudados y desesperados tuviesen que pagar hasta 400% anual por su tarjeta de crédito (en un país donde la inflación estaba casi siempre en un dígito). Y las mejoras distributivas también hay que ponerlas en su contexto (vea el artículo del mismo autor “Do nations just get the inequality they deserve? The ‘Palma Ratio’ re-examined”).
La pregunta del millón de dólares es por qué el vacío ideológico que dejó la “nueva izquierda” lo llenó la extrema derecha y no los grupos que emergieron en la izquierda. Gran tema que da para otra columna, pero la historia nos muestra que en situaciones similares la extrema derecha tiene las de ganar. Economías en caída libre y gente cansada de su desesperación, parecen ser proclives a caer en la quimera del fascismo. Y tener un Mussolini parece ser condición necesaria para llegar al poder (menos mal que el nuestro es tan light…). También, por supuesto, no ayuda el desastre de Venezuela y otros.
Tanto se dice que Bolsonaro casi ganó en primera vuelta “a pesar” de que ha declarado que el error de la dictadura fue torturar y no matar, que los gays son producto del consumo de drogas y que las mujeres deben ganar menos porque quedan embarazadas, pero para mí es claro que no fue “a pesar de eso”, sino en gran parte “por decir eso”. Bolsonaro fue capaz de energizar esa resaca ideológica que ha generado la desesperación inaguantable en la que vive la mayoría de la población –desesperada por cosas como la gran inseguridad económica y la delincuencia desatada–, que busca soluciones mágicas en evangélicos, católicos ultramontanos o en la brutalidad revanchista del neofascismo.
Este tema da para tanto…
Cuando estuve en Brasil el mes pasado (invitado por lo poco que queda de la burguesía industrial de Sao Paulo, porque la mayoría se pasó al rentismo financiero), alguien me regaló una polera con este dibujo. Creo que refleja muy bien lo que muchos sienten ahora en Brasil.